Pintura de un autor británico anónimo sobre la isla (1831). |
El 28 de
junio de 1831, la costa occidental de la isla mediterránea de Sicilia se vio
sacudida por un fuerte terremoto, que se dejó sentir también en el mar, de modo
que hasta hubo quien creyó que su barco había encallado.
Durante los
siguientes días, las aguas sicilianas continuaron agitadas. Afloraban a la
superficie peces muertos, y se percibía un intenso olor a azufre. Además, se
fue depositando piedra pómez en las playas.
El 10 de
julio, el capitán Giovanni Corrao,
que surcaba el Mediterráneo en su bergantín napolitano Teresina, contempló un
cuadro insólito: una enorme columna de agua y humo que se alzaba 20 metros sobre el mar,
acompañado de un estruendo atronador.
Fernando II, rey de las Dos Sicilias,
ordenó que el Etna, un buque de guerra, investigara lo ocurrido. Las noticias
de suceso también llegaron a Malta, entonces bajo dominio británico. Para que
nadie se le adelantara, el vicealmirante británico a cargo de aquella isla, sir
Henry Hotham, también despachó varias naves a fin de trazar la posición exacta
en las cartas de navegación y averiguar la naturaleza del fenómeno.
Lo que sucedió
fue que el 19 de julio de 1831, entre Sicilia y la costa africana había nacido
una isla, producto de una erupción de un volcán submarino. El comandante Charles Swinburne, que bordeaba el
extremo occidental de Sicilia en el balandro británico Rapad, divisó una
columna alta e irregular de humo o vapor de un color blanco intenso, así que se
dirigió de inmediato hacia ella. Al caer la noche observó destellos y
erupciones en la columna, que se distinguía perfectamente a la luz de la luna.
Al amanecer, cuando el vapor se había disipado un poco, apareció ante él un
pequeño montículo oscuro a solo unos metros por encima del agua.
En menos de
un mes, la isla ya tenía 65
metros de altura y 3,5 kilómetros de
circunferencia. Según lo que informó el Malta
Government Gazette, este fenómeno suscito gran revuelo en las islas
cercanas de tal forma, que acudieron muchas personas.
Entre las
mismas se encontraba el profesor Friedrich
Hoffmann, un geólogo prusiano que realizaba investigaciones en Sicilia. Se
acercó a un kilómetro de la isla, a la que logró ver con increíble claridad.
Sin embargo, temiendo por su integridad física, declinó la oferta de
desembarcar.
Menos
precavido fue el capitán Humphrey Senhouse, quien, según lo que cuentan en las
crónicas, el 2 de agosto plantó la bandera británica en la isla y la llamó
Graham, por sir James Graham, primer
lord del Almirantazgo.
Los últimos
en aparecer fueron los franceses. El geólogo Constant Prévost también colocó la bandera de su país en la isla, a
la que llamó Julia en atención al mes del surgimiento. Según sus palabras, con
ese gesto quiso anunciar a los futuros visitantes que Francia no deja pasar ni
una oportunidad de interesarse por la ciencia.
Las disputas
territoriales se recrudecieron. Según un artículo reciente del Times de
Londres, Gran Bretaña, Italia y Francia estuvieron al borde de la guerra por
esta diminuta porción de tierra.
El conflicto
que suscitó el nuevo territorio llamado Julia, Ferdinandea o Graham no duró
mucho tiempo. Tras observaciones como la de Friedrich Hoffmann, tras visitar en septiembre el territorio, se verifico que
la isla se estaba hundiendo poco a poco y que podía desaparecer en pocos meses.
En diciembre la
isla ya se hallaba a pocos metros bajo el agua, lo que la convertía en un
peligroso arrecife. Según lo que escribió el vulcanólogo italiano Giuseppe Mercalli:
“Todo lo que
quedó de Julia se reduce a los nombres aportados por los afortunados viajeros
de varios países que fueron testigos de su espectacular formación y desaparición.”
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